miércoles, 9 de mayo de 2007

La convivencia del catalán y el castellano.

Últimamente se ve en ciertos medios de comunicación echar leña al fuego de la crispación política, de la que son culpables políticos de un bando y de otro, respecto a la convivencia del castellano como con otras lenguas peninsulares. Para mí está claro que el sentimiento de la gente está bastante lejos del ruido que hacen los políticos y que solo interfiere en una comunicación que no debiera ser sino germen de enriquecimiento mutuo y tolerancia, al mismo tiempo que orgullo para todos. En lo que sigue hablo de mi experiencia con el aprendizaje del catalán.


Aunque soy Cántabro, estudié mi carrera universitaria en Inglaterra y cuando tuve que hacer mi Erasmus sólo pude escoger entre Helsinki y Tarrasa, provincia de Barcelona. No lo dudé un momento y escogí Barcelona, precisamente porque consideré que el catalán me sería más útil que el finés, tanto en mi vida profesional como personal, puesto que las probabilidades de, caso de volver a España, acabar viviendo en Cataluña eran bastante grandes. Además, las clases en Finlandia se daban en inglés, que yo ya hablaba, por lo que la motivación para aprender el finés se reducía bastante, ya que las posibilidades de uso se limitaban a una esfera privada en la que probablemente también podría comunicarme en inglés.

La pega que encontré para aprender catalán es que él tópico de “los catalanes qué malos son que te hablan en catalán para que no les entiendas” no me ocurría nunca, es decir, nadie me hablaba en catalán aunque yo lo pidiera y solo cuando insistía mucho acabábamos teniendo conversaciones bilíngües que no duraban mucho (manteniendo las dos lenguas) porque a la gente le costaba responder por mucho tiempo en una lengua diferente de la que estaba oyendo. En un año que pasé allí, sólo tuve un incidente en el que mi interlocutor utilizó la lengua como un arma y lo considero algo totalmente anecdótico y parte de la idiosincrasia del personaje en cuestión y no de una actitud generalizada de la población.

Lo que observé es que todo el mundo apreciaba mi esfuerzo y que, sobre todo en las conversaciones de grupo cuando el catalán era su L1 dominante, agradecían poder hablar en ella y ser entendidos, aunque yo siguiera hablando en castellano. Es decir, hablar/entender catalán no era un imperativo social sino un factor importante de integración (por reducción de las barreras afectivas de mi interlocutor al poder expresarse éste en su lengua de preferencia).

Cuando terminé mis estudios en Inglaterra, volví a mi ciudad por un año y fui a la Escuela Oficial de Idiomas a informarme de la posibilidad de estudiar catalán. Literalmente, se rieron de mí a la cara, lo cuál encontré bastante chocante y agresivo.

Pienso que este tipo de actitud en la que se ve la lengua como un arma en lugar de como un puente para la comunicación se podría evitar si en la asignatura de Lengua Española en EGB, ESO o Bachillerato, se incluyera al menos un trimestre para conocer las bases e historia de cada una de las lenguas peninsulares, pues el desconocimiento es a menudo el motor de la intolerancia.